El 25 y el 26 de febrero ha tenido lugar en el Vaticano el Congreso Internacional de la Academia Pontificia para la Vida, que este año se ocupaba de los problemas éticos relacionados con el final de la vida y la enfermedad terminal. Además de la intervención de Benedicto XVI, el Congreso aportó otras interesantes conclusiones.

Una de las especialistas invitadas al congreso fue la doctora Paulina Taboada, internista especializada en medicina paliativa, profesora de la Pontifica Universidad Católica de Chile y directora del Centro de Bioética de la misma universidad. En su exposición sostuvo que un excesivo énfasis en el principio de autonomía del paciente, en la toma de decisiones sobre su terapia, conduce a un déficit de la cercanía y de la responsabilidad del médico.

Se enfrentaba así a una tendencia médica muy extendida, sobre todo en el ámbito anglosajón, que propugna, en palabras de Taboada, “la capacidad de decidir del paciente y su total responsabilidad: lo que él decida es, en definitiva, lo que debe hacerse”. La doctora puntualizó que es cierto que “la responsabilidad última hacia la salud y la vida propia la tiene uno mismo, pero para poder tomar una decisión responsable en cuanto a los tratamientos médicos se necesita información, y ésta habitualmente viene del personal médico”; por lo tanto, concluye que “para que el paciente pueda ejercer bien esta responsabilidad necesita que el equipo sanitario le brinde una información comprensible, completa, adecuada a su situación y que de alguna forma también incluya un juicio moral”.

Diálogo médico-paciente

La propuesta alternativa que propuso la doctora Taboada se basaba en un diálogo entre médico y paciente para llegar a una decisión común sobre la terapia adecuada. Según su parecer, “dejar al paciente solo en la toma de decisiones, entregándole únicamente información –por ejemplo, estadísticas–, y luego esperar a que opte por lo que quiera, es una forma de abandono del paciente, y una forma de individualismo”.

Durante su intervención, aportó también interesantes argumentos relativos al contexto social que ha de rodear al paciente, sobre todo en las etapas terminales de la enfermedad: “Cuando uno sufre se ven afectadas todas las dimensiones y se experimenta una cierta soledad; hay algo incomunicable; (...) pero cuando una persona se aproxima al final de su vida esto se multiplica, porque a los sufrimientos físicos –dolor, debilidad, náuseas, pérdida de la imagen corporal...– se suma el dolor espiritual de aproximarse al fin de la vida y no saber qué viene después, cómo será este fin, si habrá dolor, si se estará acompañado o solo”.

Desde su experiencia en atención de enfermos terminales a través de la medicina paliativa, la doctora subrayó la importancia de “aprender a escuchar”; y dijo que esto “supone también captar los signos corporales, no sólo las palabras”, pues “en numerosas ocasiones los pacientes expresan mucho de lo que están viviendo a través de gestos, desde la postura en la cama a los ademanes de las manos, de la cara”.

La doctora Taboada trató de definir en sus justos términos algunos de los conceptos esenciales en los juicios éticos en torno a las terapias, como la distinción entre medios ordinarios y extraordinarios, que no siempre es bien comprendida en el estamento médico. En su opinión, “la mentalidad médica está formada por un pensamiento científico-técnico al que le gustan las respuestas concretas y rápidas”; y, sin embargo, “para poder responder hasta dónde llegar con terapias médicas hay que hacer un juicio ético, un juicio prudencial, que es complejo, que necesita calma y tomar en cuenta muchos elementos”. Entre esos elementos de juicio, la doctora Taboada se refirió a “la utilidad médica del tratamiento, es decir, la evidencia científica que existe de que ese tratamiento puede ayudar a ese paciente en concreto”.

También mencionó como factor que tener en cuenta en la decisión “las complicaciones de estos tratamientos, ya que todos tienen asociado algún efecto adverso”. Por último, hay que tener en cuenta “si ese tratamiento está disponible en el lugar de que se trate”. En este sentido reconoció que se trata de “una cuestión compleja en países pobres, porque en las capitales puede existir y en los pueblos más alejados no”.

Hacer las paces con la muerte

El presidente de la Academia Pontificia para la Vida, Mons. Elio Sgreccia, cerró el Congreso con una conferencia en la que abordó el delicado momento de la comunicación al paciente del carácter incurable de su enfermedad. Al tratar de los obstáculos que dificultan a la sociedad y al individuo enfrentarse a la verdad de la muerte, se refirió a “la secularización de la cultura y de la sociedad”, a la “experiencia del bienestar” y al “aumento de la vida media” en los países desarrollados. Desde el punto de vista del médico, como interlocutor importante del diálogo, se refirió a un obstáculo importante, al decir que con los avances médicos, la muerte pasa “de ser considerada como evento natural en el ámbito mismo de la medicina, a contemplarse como fracaso, limitación, falta de éxito”.

La propuesta de Sgreccia se apoyó en una frase: “con la muerte –dijo– hay que hacer las paces cuando se vive”. Con esto, el presidente de la Academia subrayó que la desorientación al afrontar el tramo final de la vida procede de “no haber anticipado un concepto de muerte en nosotros mismos que esté abierto a la esperanza, a lo positivo, y por lo tanto sostenido por el amor”.

Con este objetivo, sugirió a los médicos construir este difícil diálogo sobre lo que llamó la verdad global, es decir, “la del valor que tienen esos días, la de la esperanza que tenemos enfrente, la del momento del encuentro con Dios, especialmente si el paciente está abierto a la fe; si no, hay una labor que hacer para orientar, si es posible, hacia lo positivo, hacia el acto final de la vida”. Para Sgreccia, en ese momento de la muerte cercana se ha de hablar no sólo de una “verdad clínica”, sino de “una verdad global”.