Sunday, February 24, 2008

EL PODER DE LA CIENCIA Y DIGNIDAD VIDA HUMANA

Junto con el notable avance de la ciencia, se ha introducido también una corriente ideológica que pretende explicar todos los comportamientos humanos en términos puramente científicos. Se trata de un materialismo que puede tener, a la larga, efectos devastadores sobre el hombre. En una conferencia organizada por el Manhattan Institute, de la que seleccionamos unos párrafos, Leon R. Kass, ex presidente del Consejo de Bioética del Presidente de EE.UU., explicó este fenómeno y señaló que la filosofía y la religión son el mejor contrapeso.

En estos tiempos, defender la dignidad de la vida humana no es cosa de broma. Entre las amenazas actuales a nuestra condición humana, las más profundas vienen del ámbito más inesperAlmudi.org - Leon R. Kassado: nuestras maravillosas y muy humanas ciencia y técnica biomédicas. El poder que nos otorgan para modificar el funcionamiento de nuestros cuerpos y de nuestras mentes se está empleando ya para fines que exceden la terapia, y quizá pronto se podrá usar para transformar la misma naturaleza humana. En el curso de nuestra vida ya hemos visto cómo las nuevas tecnologías biomédicas han alterado profundamente las relaciones naturales entre sexualidad y procreación, identidad personal y corporalidad, capacidades humanas y logros humanos. La píldora, la fecundación in vitro, alquiler de úteros, clonación, ingeniería genética, trasplante de órganos, prótesis mecánicas, drogas para aumentar el rendimiento, implantes electrónicos en el cerebro, Ritalin para los jóvenes, Viagra para los viejos, Prozac para todos. Aunque casi no nos hemos dado cuenta, el tren al deshumanizado Mundo feliz de Huxley ha partido ya.

Lo que está en juego

Pero bajo los graves problemas éticos que plantean estas nuevas biotecnologías yace una cuestión filosófica más profunda, que pone en peligro nuestro concepto de quiénes y qué somos. Las ideas y descubrimientos científicos acerca del hombre y la naturaleza, perfectamente aceptables y en sí mismos inocuos, están siendo reclutados para una batalla contra nuestras enseñanzas morales y religiosas tradicionales, y aun contra nuestra forma de entendernos a nosotros mismos como criaturas dotadas de libertad y dignidad.

Ha surgido una fe cuasi religiosa –me permito llamarla “cientificismo sin alma”– que cree que nuestra nueva biología puede desvelar por completo el misterio de la vida humana, ofreciendo explicaciones puramente científicas del pensamiento, el amor y la creatividad humanos, de la conciencia moral e incluso de nuestra fe en Dios. La amenaza a nuestra condición humana proviene hoy no de la creencia en la transmigración de las almas en la vida futura, sino de la negación del alma en esta vida; no de que se crea que tras la muerte los hombres pueden convertirse en búfalos, sino de que se niega toda diferencia real entre unos y otros.

Todos los amantes de la libertad y la dignidad del hombre –incluidos los ateos– debemos comprender que nuestra humanidad está en peligro.

La ciencia es más modesta

En primer lugar, tenemos que distinguir entre la presuntuosa fe del cientificismo contemporáneo y la ciencia moderna como tal, que empezó siendo una empresa más modesta. Aunque los fundadores de la ciencia moderna querían obtener conocimientos útiles para la vida mediante conceptos y métodos nuevos, comprendían que la ciencia nunca ofrecería un conocimiento completo y absoluto de la vida humana en su totalidad: por ejemplo, del pensamiento, el sentimiento, la moral o la fe.

Eran conscientes –y nosotros tendemos a olvidarlo– de que la racionalidad de la ciencia es sólo una racionalidad concreta y muy especializada, inventada para obtener únicamente el tipo de conocimiento para el que fue concebida, y aplicable solo a aquellos aspectos del mundo que pueden ser captados con las nociones abstractas de la ciencia. La razón peculiar de la ciencia no es, ni nunca se pretendió que fuera, la razón natural de la vida ordinaria y la experiencia humana. Tampoco es la razón de la filosofía ni del pensamiento religioso.

Así pues, la ciencia no pretende conocer los seres o su naturaleza, sino solo las regularidades de los cambios que sufren. La ciencia pretende conocer sólo cómo funcionan las cosas, no qué son y por qué existen. Nos da la historia de las cosas, pero no sus tendencias ni finalidades. Cuantifica determinadas relaciones externas de un objeto con otro, pero no puede decir nada en absoluto sobre sus estados internos, no sólo en el caso de los seres humanos, sino en el de cualquier criatura viva. Muchas veces, la ciencia puede predecir lo que ocurrirá si se dan ciertas perturbaciones, pero evita explicar los fenómenos en términos de causas, especialmente de causas últimas.

Fenómenos cerebrales

Las explicaciones de los fenómenos vitales o incluso psíquicos que ofrece el nuevo materialismo no dejan lugar para el alma, entendida como principio interno de vida. Se dice que los genes determinan el temperamento y el carácter. Las explicaciones mecanicistas de las funciones cerebrales parecen hacer superfluas las nociones de libertad e intencionalidad humana. Los estudios del cerebro mediante neuroimagen pretenden explicar cómo formamos los juicios morales. Una explicación totalmente externa de nuestro comportamiento –el grial de la neurociencia– reduce la relevancia de nuestra interioridad percibida. El sentimiento, la pasión, la conciencia, la imaginación, el deseo, el amor, el odio y el pensamiento son, desde el punto de vista científico, meros “fenómenos cerebrales”. Hay incluso quienes dicen haber hallado en el cerebro humano el “módulo de Dios”, a cuya actividad atribuyen las experiencias religiosas o místicas.

¿Qué sentido tienen nuestras preciadas ideas de libertad y dignidad frente a la noción reduccionista del “gen egoísta” o la creencia de que el ADN es la esencia de la vida, o la doctrina de que todo el comportamiento humano y toda la riqueza de nuestra vida interior se pueden explicar como fenómenos exclusivamente neuroquímicos y por su contribución al éxito reproductivo?

Naturalmente, ni el reduccionismo, ni el materialismo ni el determinismo aquí expuestos son nuevos: ya los combatió Sócrates hace mucho tiempo. Lo nuevo es que esas filosofías parecen estar avaladas por el progreso científico. Aquí, pues, estaría el efecto más pernicioso de la nueva biología, más deshumanizador que cualquier efectiva manipulación tecnológica presente o futura: la erosión, tal vez la erosión definitiva, de la idea del hombre como ser noble, digno, valioso y semejante a Dios, y su sustitución por una concepción del hombre, no menos que de la naturaleza, como simple materia prima para manipular y homogeneizar.

El hombre, más que materia

El nuevo cientificismo no sólo destierra al alma de su visión de la vida: muestra un desprecio desalmado por los aspectos éticos y espirituales del animal humano. Pues de todos los animales, somos los únicos que emitimos juicios morales, los únicos que nos interesamos por cómo hemos de vivir. De todos los animales, somos los únicos que nos preguntamos no solo “¿qué puedo saber?”, sino además “¿qué debo hacer?” y “¿qué puedo esperar?”. La ciencia, pese a los grandes servicios que ha prestado a nuestro bienestar y nuestra seguridad, no puede ayudarnos a satisfacer esos grandes anhelos del alma humana.

Como es bien sabido, la ciencia, por su propia índole, es moralmente neutra, no dice nada sobre la distinción entre lo mejor y lo peor, el bien y el mal, lo noble y lo abyecto. Y aunque los científicos esperan que el uso que se hará de sus descubrimientos será, como profetizó Francis Bacon, gobernado con caridad, la ciencia no puede hacer nada para asegurarlo. No puede proporcionar criterios para orientar el uso del impresionante poder que pone en manos humanas. Aunque persigue el saber universal, no tiene réplica al relativismo moral. No sabe qué es la caridad ni lo que la caridad exige, ni siquiera si la caridad es buena y por qué. ¿Qué nos quedará entonces, moral y espiritualmente, si el cientificismo sin alma consigue derrocar nuestras religiones tradicionales, nuestras concepciones heredadas de la vida humana y las enseñanzas morales que dependen de ellas?

Un progreso científico ciego

En ningún ámbito será esa falta más vivamente sentida que en relación con las propuestas de usar el poder biotecnológico para fines que exceden la curación de enfermedades y el alivio del sufrimiento. Nos prometen mejores hijos, mayor rendimiento, cuerpos siempre jóvenes y almas felices, todo gracias a las biotecnologías “perfectivas”. Los bioprofetas nos dicen que estamos en camino hacia una nueva fase de la evolución, hacia la creación de una sociedad posthumana, una sociedad basada en la ciencia y levantada por la tecnología, una sociedad en que las doctrinas tradicionales sobre la naturaleza humana quedarán anticuadas y las enseñanzas religiosas sobre cómo debemos vivir serán irrelevantes.

Pero ¿qué servirá de guía para tal evolución? ¿Cómo sabremos si las llamadas mejoras lo son realmente? ¿Por qué los seres humanos tendríamos que aceptar ese futuro posthumano? El cientificismo no puede responder estas preguntas morales decisivas. Sordo a la naturaleza, a Dios, e incluso a la razón moral, no puede ofrecernos criterios para juzgar si el cambio es progreso, ni para juzgar nada. En cambio, predica tácitamente su propia versión de la fe, la esperanza y la caridad: fe en la bondad del progreso científico, esperanza en la promesa de superar nuestras limitaciones biológicas, caridad que promete a todos liberarnos definitivamente –y trascender– nuestra condición humana. Ninguna fe religiosa se apoya en fundamento tan endeble.

¿Seremos capaces de luchar contra el mensaje deshumanizador y la ruina moral del cientificismo sin alma? Contamos con buenos argumentos filosóficos para rebatir las doctrinas sin alma del cientificismo y con ennoblecedoras verdades escriturísticas para alimentar el alma humana. Unos y otras hacen posible una defensa humana de lo humano. Ofreceré algunos elementos de esa defensa, comenzando por el lado filosófico.

Primero, pese a lo que sostiene el cientificismo, nuestros orígenes por evolución no refutan la verdad de nuestra singularidad humana. La historia de cómo llegamos a ser no puede sustituir el conocimiento directo del ser que ha llegado a ser. Para conocer al hombre, debemos estudiarlo como es y por lo que hace, no por cómo llegó a ser así. Para entender nuestra naturaleza –lo que somos– o nuestro puesto entre los seres, no importa si salimos del limo primordial o de la mano de Dios creador: aunque tengamos monos entre nuestros ancestros, lo que ha surgido no es meramente simiesco.

Segundo, con respecto a nuestra interioridad, libertad e intencionalidad, hemos de remitirnos a nuestra conciencia. Pues aunque los científicos “probaran” a su satisfacción que la interioridad, la conciencia y la voluntad humana son ilusorias –epifenómenos de la actividad cerebral en el mejor caso–, o que lo que llamamos amar, desear o pensar son meras transformaciones electroquímicas de la materia cerebral, no deberíamos hacerles caso, y con razón.

El testimonio con que la vida se revela al viviente por su propia actividad vital es más inmediato, convincente y fiable que las explicaciones abstractas que difuminan la experiencia vivida identificándola con alguna mutación corporal. El niño más sencillo conoce el rojo y el azul con más seguridad que un físico ciego con sus espectrómetros. Y cualquiera que haya amado alguna vez sabe que el amor no puede reducirse a neurotransmisores.

Tercero, la verdad y el error, no menos que la libertad y la dignidad humana, se convierten en nociones vacías cuando se reduce el alma a química. Aun la propia ciencia se torna imposible, pues la posibilidad misma de la ciencia depende de la inmaterialidad del pensamiento y de la independencia de la mente con respecto al bombardeo de la materia. En otro caso, no hay verdad, solo hay “me parece”. No solo la posibilidad de distinguir la verdad del error, sino también las razones para hacer ciencia se basan en una visión de la libertad y la dignidad humanas que la ciencia misma no puede reconocer. La admiración, la curiosidad, el deseo de no engañarse y un espíritu filantrópico son condiciones indispensables del empeño científico moderno. Todas ellas son distintivas del alma humana viva, no del cerebro disecado.

Los recursos religiosos

Una crítica filosófica del cientificismo puede devolvernos nuestras almas y restaurar la singularidad humana. Pero la filosofía sola no puede colmar los anhelos del alma o satisfacer su búsqueda de sentido. Para obtener tal alimento debemos acudir a otras fuentes, especialmente la Biblia. La Biblia ofrece una profunda enseñanza sobre la naturaleza humana, pero –a diferencia de la ciencia– la pone en relación con los deseos e inquietudes más profundos del hombre.

Por distintas razones, hemos de acudir primero al majestuoso comienzo de la Biblia, la historia de la creación en Génesis 1, que –como era de esperar– es la principal diana del cientificismo sin alma. Génesis 1 no es un relato histórico o científico aislado de lo que ocurrió y cómo sucedió, sino más bien el impresionante preludio de una extensa y completa enseñanza sobre cómo debemos vivir. La Biblia se dirige a nosotros no como si fuéramos observadores racionales e imparciales, movidos ante todo por la curiosidad, sino como seres humanos existencialmente implicados cuya necesidad primera y principal es encontrar sentido al mundo y a la tarea que en el mundo les compete. La primera pregunta humana no es “¿cómo llegó a ser esto?” ni “¿cómo funciona?”, sino “¿qué significa todo esto” y, en especial, “¿qué he de hacer aquí?”.

Las concretas afirmaciones del relato bíblico de la creación comienzan a nutrir los anhelos profundos que el alma tiene de respuestas a esas preguntas. El mundo que ves a tu alrededor, tú mismo, está ordenado y es inteligible, es un todo articulado que comprende distintas especies. El orden del mundo es tan racional como las palabras con que lo describes. Más importante aún: este orden inteligible de criaturas sirve principalmente para demostrar que, contra la opinión nacida de la experiencia humana no ilustrada, el sol, la luna y las estrellas no son divinos, pese a su belleza y potencia sempiternas, y la majestuosa perfección de sus movimientos. Además, el ser es jerárquico, y el hombre es la más alta de las criaturas, más alta que los cielos. Es el único ser que es imagen de Dios.

Las verdades de la Biblia

Estas verdades evidentes no se basan en la autoridad de la Biblia. Más bien, el texto bíblico nos permite confirmarlas mediante un acto de reflexión. Nuestra lectura de este texto, que solo puede estar dirigido a nosotros los seres humanos y solo para nosotros es inteligible, y nuestras reacciones ante él, que solo pueden darse en nosotros los humanos, bastan para probar la afirmación, que el texto hace, de nuestra superior posición. Esto no es un prejuicio antropocéntrico, sino una verdad cosmológica. Y nada que la ciencia nos pueda enseñar sobre cómo llegamos a ser así podría nunca tornarla falsa.

Además de alzar un espejo en que vemos reflejada nuestra especial posición en el mundo, Génesis 1 ciertamente nos enseña la prodigalidad del universo y su hospitalidad para acoger la vida terrestre. También sabemos de la mejor fuente que el todo –el ser de todo lo que existe– es “muy bueno”: “Y Dios vio todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno” (Gn 1, 31).

La Biblia enseña aquí una verdad que no puede ser conocida por la ciencia, aunque es la base de la posibilidad misma de la ciencia, y de todo lo demás que estimamos. Es verdaderamente muy bueno que haya algo en vez de nada. Es verdaderamente muy bueno que este algo esté inteligiblemente ordenado, en lugar de ser oscuro y caótico. Es verdaderamente muy bueno que el todo incluya un ser que puede no sólo discernir el orden inteligible sino reconocer que “es muy bueno”, que pueda apreciar que hay algo en vez de nada y que él mismo existe y tiene la capacidad reflexiva de celebrar estos hechos con la misteriosa fuente del ser mismo.

El primer capítulo del Génesis nos invita a escuchar una voz trascendente. Responde a la necesidad humana de saber no sólo cómo funciona el mundo sino también para qué estamos aquí. Las verdades que nos muestra hablan de modo más profundo y permanente a las almas de los hombres que cualquier doctrina científica o de fe. Mientras entendamos nuestras grandes religiones como las encarnaciones de tales verdades, los amigos de la religión no tendremos nada que temer de la ciencia, y los amigos de la ciencia que aún no hemos perdido el sentido de nuestra humanidad no tendremos que temer nada de la religión.

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Leon R. Kass, doctor en Medicina y en Bioquímica, miembro del American Enterprise Institute, presidió (2002-2005) el President’s Council on Bioethics, órgano asesor del presidente de Estados Unidos. Es autor de varios libros, entre ellos Life, Liberty and the Defense of Dignity: The Challenge for Bioethics y El alma hambrienta.

LEYES JUSTAS E INJUSTAS: ABORTO

Hay quienes piensan que la ilegalización del aborto va contra el respeto a las democracias, al ir contra lo aprobado por parlamentos que reflejan los deseos de los ciudadanos. Otros afirman que tal ilegalización sería un auténtico atentado a los “derechos humanos” de la mujer, que es la única persona que “decide” sobre lo que ocurre dentro de su cuerpo.

Decir lo anterior supone declarar que la defensa de la vida de los seres humanos no nacidos sería algo ilegal y, por lo tanto, injusto y equivocado. Porque, según algunos, algo se convierte automáticamente en “legal” y “justo” por el simple hecho de ser aprobado por mayorías parlamentarias, por gobiernos o por referéndum.

Sabemos, sin embargo, que ha habido, hay y habrá leyes injustas, leyes que visten de legalidad hechos y actuaciones que dañan o destruyen los bienes o la vida de seres humanos inocentes.

Necesitamos recordar que existe una ley superior, una justicia profunda, que está por encima de las leyes humanas, impuestas a fuerza de votaciones por grupos de poder que hoy, como en el pasado, buscan intereses particulares por encima del respeto de los verdaderos derechos de todos.

Por eso es urgente, hoy como ayer, reconocer que son y serán siempre injustas las leyes que permitan eliminar vidas humanas no nacidas.

Suprimir leyes que permiten el aborto será una señal de progreso cultural y ético, será un signo de coherencia y valor entre quienes combaten contra las discriminaciones basadas en la fuerza de algunos que desean asesinar a los más débiles e indefensos entre los seres humanos: los embriones y fetos.

Sólo entonces

Son justas sólo aquellas leyes que defienden a los hombres, no las que permiten eliminarlos. No hay legalidad, ni democracia verdadera, ni justicia, allí donde sea permitida cualquier forma de aborto.

Los derechos humanos se hacen realidad cuando el “no” al aborto se convierte en su “sí” decidido para ayudar a toda mujer que ha empezado a ser madre, de forma que pueda acoger y cuidar al hijo que lleva en el seno de sus entrañas. Sólo entonces las leyes cumplen su función de promover y proteger la justicia, para empezar a vivir en una sociedad más humana y más digna.

Wednesday, February 13, 2008

CLONACIÓN HUMANA ¿REALIDAD O FICCIÓN?

Se acaba de difundir la noticia de que un grupo de investigación,
dirigido por J French, de la compañía Stemagen
Corporation, de La Jolla, California, en colaboración con
el Instituto de Genética Genesis, de Detroit, han clonado
un embrión humano usando la técnica de transferencia
nuclear somática, la misma que fue utilizada por el equipo
de Ian Wilmut para producir la oveja Dolly.
Según afirman los autores en su trabajo (Stem Cells Express, DOI:
101634/stemcells.2007-0252), publicado el 17 de este mismo mes de enero,
es la primera vez que esto se consigue en el mundo. Volveremos sobre esta
última afirmación.
Hasta aquí los hechos. Hechos que por su potencial importancia, no
solo científica, sino también social, creo justifican un comentario adicional.
En primer lugar, quiero dejar fehacientemente establecida la negativa
valoración ética que merece cualquier experiencia de clonación humana,
tanto sea reproductiva como experimental. La primera porque producir,
gestar y alumbrar un ser humano clonado es algo que, además de repugnar
hasta a la mente éticamente menos exigente por la propia naturaleza de los
hechos, es rechazada por todas las instituciones científicas e incluso por
todos los gobiernos del mundo.
La segunda, la clonación experimental, mal llamada terapéutica, es
así mismo rechazable, porque tras generar un embrión humano, se requiere
cultivarlo, desarrollarlo hasta la fase de blastocisto, para después destruirlo,
para obtener las células madre necesarias para generar las líneas celulares
que van a servir para el proceso experimental. No creo que haga falta
insistir más sobre la valoración ética tan negativa que merece cualquier
experiencia que para realizarla requiera la destrucción de una vida humana.
En este caso de un embrión que ha llegado a desarrollarse hasta blastocisto,
es decir un embrión humano de 50 a 200 células.
Sentado este criterio ético, vamos a referirnos brevemente a algunos
de los aspectos técnicos del trabajo.
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Indudablemente la clonación humana es un objetivo, se puede decir
que apasionante, para algunos científicos que anteponen su propio interés
profesional, a la consideración ética de los medios que para realizar sus
investigaciones utilizan. Por ello, no es de extrañar que hasta el momento
se haya intentado con empeño conseguirla. En lo que mi conocimiento
alcanza han sido hasta ahora siete los trabajos científicos en los que, de una
forma u otra, se trascribían experiencias, que según sus autores, parecían
indicar que la clonación humana se había conseguido. Pero en nuestra
opinión ninguno de ellos lo ha demostrado. El caso más paradigmático el
del coreano Woo Suk Hwang.
Pero ahora, se publica un nuevo trabajo, el comentado al principio de
este artículo, en el que de nuevo se afirma que se ha clonado un ser
humano, por primera vez en el mundo, pues en opinión de French y
colaboradores, los anteriores experimentos no lo lograron.
Sin embargo, a nuestro juicio tampoco ellos han demostrado
fehacientemente que lo hayan conseguido. En efecto, los investigadores
norteamericanos han utilizado la técnica de la transferencia nuclear
somática, es decir, la transferencia del núcleo de una célula de piel, en este
caso un fibroblasto, a óvulos femeninos sobrantes de fecundación in vitro.
Posteriormente han activado el ente biológico generado y han producido,
partenogenéticamente, un blastocisto, del que, en teoría, se deberían poder
obtener las líneas de células madre embrionarias.
En su experiencia utilizan 29 óvulos procedentes de tres mujeres
jóvenes, de entre 20 y 24 años, consiguiendo generar cinco blastocistos
que, en principio, podrían considerarse como humanos. En tres de los cinco
demuestran que existe ADN similar al de la célula adulta y solo en uno de
ellos que existe ADN de la célula adulta y además de las mitocondrias del
ovocito utilizado. Este último sería, desde un punto de vista genético, el
único clon conseguido. No es posible entrar aquí en el análisis
pormenorizado de si esta prueba, la existencia de ADN de la célula adulta y
del ovocito en las células del blastocisto generado, es suficiente para
demostrar que la experiencia ha sido exitosa. A mi juicio no, pues esta
prueba no parece que tenga suficiente solidez científica, ya que lo que se ha
analizado son extractos de ADN y la producción de estos extractos
procedentes del ADN de la célula adulta y del ovocito se puede conseguir
con cierta facilidad en el laboratorio. No digo indudablemente que French y
colaboradores hayan realizado ninguna práctica fraudulenta, pero si afirmo
que el método utilizado para demostrar que su proceso de clonación ha sido
exitoso, es insuficiente. Para demostrarlo de forma definitiva, tendrían que
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haber cultivado células madre de los blastocistos producidos y, en las líneas
celulares generadas, demostrar la existencia de ADN idéntico al del
genoma de la célula adulta y al de los mitocondrias del ovocito utilizado. Y
esto no lo han realizado. Además, sorprendentemente, afirman que no lo
han podido hacer porque han utilizado todo el material celular de los
blastocistos generados en los análisis de ADN que han llevado a cabo, algo
que ciertamente cuesta creer.
De todas formas, al igual que en las siete experiencias precedentes, y
en unas muy recientes realizadas con primates, en las que también se
afirmaba que se ha conseguido clonar monos por primera vez, no se han
podido cultivar células madre obtenidas a partir de los blastocistos
generados. Es decir, a nuestro juicio, en ningún caso se ha demostrado
científicamente que la clonación humana se haya conseguido.
Otra cosa distinta es la valoración ética que el posible uso de los
blastocistos generados para experimentaciones biomédicas merece, pues a
nuestro juicio, por un ineludible principio de precaucion ética, hasta que no
se demuestre de forma incontrovertible que esos blastocistos generados no
son humanos, habría que tratarlos como tales. Es decir, nos parece que no
se ha demostrado que se haya conseguido clonar un ser humano, pero
también somos de la opinión que a ese blastocisto generado habrá que
tratarlo como humano mientras no se demuestra que no lo es. Esto implica
que las experiencias realizadas por French y colaboradores y por los siete
grupos científicos que anteriormente lo intentaron y ahora por los equipos a
los que en España el Ministerio de Sanidad ha autorizado a hacerlo, sean,
desde un punto de vista ético, absolutamente rechazables.
Pero aun hay más, como se sabe, el pasado mes de diciembre se
dieron a conocer los trabajos de dos equipos de investigación, uno japonés
y otro norteamericano, que por separado, pero al mismo tiempo, habían
conseguido reprogramar células adultas hasta conseguir un tipo de células,
que han sido denominadas células iPS, similares a las embrionarias y que
pueden sustituir a éstas como material biológico para cualquier tipo de
experiencias, e incluso en un futuro, probablemente no lejano, para ser
utilizadas con fines terapéuticos. El uso de las células iPS no tiene ninguna
dificultad ética, pues en ningún caso para lograrlas hay que destruir
embriones humanos. Pero además de estas razones éticas, también la
producción de células iPS es técnicamente más fácil de conseguir y por
supuesto mas económica que la clonación humana, por lo que no se ve,
desde cualquier punto de vista que se considere, la conveniencia de seguir
con este tipo de experiencias. Ello ha hecho, que importantes
investigadores de este campo de la medicina, como Jean Thomson y Ian
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Wilmut, hayan manifestado su expreso de dejar de utilizar en sus
investigaciones células madre embrionarias para sustituirlas por células
iPS. Incluso, Ian Wilmut manifestó recientemente, en sus declaraciones en
el New York Times que “dentro de una década la guerra de las células
madre será solo una nota al pie de una página curiosa de la historia de la
ciencia”.
Este circo mediático me recuerda una de las últimas escenas de la
inolvidable película de Roberto Benigni, “La Vida es Bella”, cuando el
protagonista desaparece por la esquina de una calle, ante la mirada
expectante de su hijo, para morir por un disparo de un soldado nazi.
Siempre me parece abominable terminar con una vida humana, pero aun
más cuando es a causa de una guerra que ya había concluido. Sacrificio este
inútil y grotesco. Algo parecido creo que sucede ahora con la denominada
clonación terapéutica. Es a mi juicio difícil de comprender el
empecinamiento de algunos por utilizar una técnica éticamente inadmisible
y científicamente en muchos aspectos superada, la clonación humana,
cuando existe otra, como es la producción de células iPS, que puede
utilizarse sin problemas éticos y con mayor garantía científica.
Los responsables del Ministerio de Sanidad y Consumo sabrán, yo lo
desconozco, por qué han autorizado por primera vez en nuestro país la
clonación de embriones humanos y los directivos de los centros y los
responsables de estos trabajos, por qué han solicitado su autorización y
parecen decididos a llevarla a cabo. Yo sinceramente no lo sé.
Justo Aznar (Alfa y Omega, ABC (Madrid), 7-II-2008).

Sunday, February 03, 2008

ES POSIBLE LA CREACION DE VIDA?





Escrito por Nicolás Jouve de la Barreda

A primeros de 2008 ha saltado la noticia de que en el Instituto J. Craig Venter de Rockville, Maryland, se ha creado vida por primera vez. En este comentario señalamos la trascendencia de lo que se ha hecho, que lejos de suponer la creación de un ser vivo, consiste en «resíntesis» en el laboratorio, ó si se prefiere la producción de un «genoma artificial» copia del genoma de la bacteria de genoma más pequeño conocido, el Mycoplasma genitalium. No se conoce todavía sí este genoma será capaz de funcionar como uno natural, aunque el paso para averiguarlo está en la agenda de los investigadores del citado instituto. Todo un alarde tecnológico del que se pueden esperar aplicaciones biotecnológicas extraordinarias, sin descartar ciertos riesgos, por lo que se impone un importante debate ético que no frene estas investigaciones sino que las impulse hacia su vertiente mas positiva para la sociedad.

Tras el alarde tecnológico que hizo posible el conocimiento de la organización del genoma humano, culminado en el 2003, el Proyecto Genoma Humano ha sido el banco de pruebas del que se han derivado importantes avances en el conocimiento de los misterios de la vida, sobre todo al haberse desarrollado nuevas tecnologías que han permitido avanzar en el conocimiento de cómo están organizados los genomas (número de genes, funciones de cada gen, factores de que depende su expresión, funcionamiento interactivo de los genes, etc.). En pocos años hemos pasado de un desconocimiento de la organización de la información genética a contar con las claves para desvelar los misterios de la vida de cientos de especies de virus, bacterias, hongos, plantas y animales. Sin embargo, lo hecho hasta aquí, con ser muy importante, no es suficiente, y el camino a recorrer en la interpretación del «libro de instrucciones» que nos hemos dado es largo pero apasionante para seguir asombrándonos del extraordinario y aparentemente inagotable manantial de la vida, que hizo su aparición sobre la faz de la Tierra hace más de 3.500 millones de años.

Las perspectivas del Proyecto Genoma Humano

En lo que atañe al Proyecto Genoma Humano, todo se ha sobredimensionado y exagerado desde su abordaje a comienzos de los años noventa. Ya entonces se hablaba de descubrir la «piedra roseta de la vida», y ahora estamos convencidos de que lo conocido nos permitirá entender la biodiversidad, saber más sobre el origen evolutivo de nuestra especie, aprender como tiene lugar el desarrollo morfogenético del ser humano y de las demás especies de organización multicelular de complejidad semejante, desarrollar métodos de diagnóstico y terapia de las enfermedades genéticas, y en particular el cáncer, y explotar los recursos que nos ofrecen las demás especies mediante experimentos dirigidos de modificación genética de sus propiedades.

Con los pies en el suelo, y sin desestimar nada de lo hecho, el Proyecto Genoma Humano en sí mismo, es más fruto del extraordinario avance tecnológico en Biología Molecular y Bioinformática, que de ideas necesitadas de demostraciones empíricas. El investigador Richard Lewontin, un importante genético evolutivo americano, afirma que «en realidad el Proyecto Genoma Humano se parece más a una organización administrativa y financiera que a un proyecto de investigación en el sentido usual de estos términos» [1]. Lo cierto es que el meticuloso y complejo trabajo necesario, ha exigido probablemente más tecnología que talento. Lo que se ha hecho en realidad es fragmentar en piezas pequeñas un genoma de 3.100 millones de pares de bases de ADN, para clonarlas, almacenarlas, aislarlas y analizarlas de una en una al máximo detalle, para después recomponer el puzzle, interpretando el significado y la lógica de cada parte y de todo el conjunto. La reducción del todo a las partes, para después integrar las partes en el todo, es un puro ejercicio de reduccionismo muy habitual en la experimentación científica y posible gracias a las nuevas técnicas, por lo que el trabajo realizado se merece antes el calificativo de tecnología a lo grande (big-technology), que de ciencia a lo grande (big-science).

Craig Venter, hoy al frente del Laboratorio del Instituto de su mismo nombre, en Rockville, Maryland, coordinó las investigaciones del Proyecto Genoma Humano que implicaba al grupo privado Celera Genomics, e impulsó el estudio del genoma a partir de la expresión directa de los genes. Su aproximación tecnológica, a diferencia de la llevada a cabo por Francis Collins, coordinador del Consorcio Internacional del Proyecto Genoma Humano, consistió en el análisis de los genes activos (ADN) en las células especializadas, a partir de los mensajeros (ARN-m), que se sintetizan solo en el momento en que se expresan los genes, durante el desarrollo y/ó en el tejido en que corresponde hacerlo. Este trabajo, lo llevó a cabo el equipo del Dr. Venter en el Instituto de Investigación Genómica (TIGR) de Gaithersburg, en Maryland. De este modo, a diferencia del método propugnado por el Dr. Collins [2] se rentabilizaba el estudio del genoma, al estudiar de forma preferente las secuencias codificantes (genes) dejando para una posterior aproximación regiones del genoma menos interesantes. La idea de Venter, ha servido para avanzar en la vertiente funcional de los genes y gracias a su trabajo hoy sabemos mucho no solo sobre la organización de las secuencias del genoma humano, sino sobre todo del papel funcional de cada gen. Hoy podemos afirmar que las consecuencias del Proyecto Genoma Humano para el futuro de la biomedicina son extraordinarias en sus vertientes diagnóstica, farmacológica y terapéutica [3].

El «genoma mínimo»

En 1999, casi a punto de concluir la secuenciación del Borrador del genoma humano, el Dr. Venter y su equipo se embarcó en otra investigación enormemente interesante y de un gran calado para entender el origen y la evolución de los seres vivos [4]. Se trataba de indagar las características genéticas mínimas que debe contener un organismo, es decir, el tipo de genes o funciones mínimas necesarias para soportar una vida celular, o dicho de otro modo el «genoma mínimo» que debe contener un ser vivo. ¿Qué tipo de genes, cuántos y qué funciones son necesarios para sostener la vida celular? Las respuestas a estas preguntas tienen un gran interés para la biología de comienzos del siglo XXI, y su aproximación experimental se refiere a los seres más sencillos de la naturaleza, las bacterias. Los objetivos de esta línea de investigación las expresaba el propio Venter de la siguiente forma en la revista Science: «No pienso que haya muchos biólogos tratando de contestar a la pregunta ¿qué es la vida?... Nosotros estamos trabajando desde una perspectiva reduccionista, probando el conocimiento del genoma más pequeño posible, con el fin de entender cómo trabajan juntos los genes para sustentar la vida».Esta sería la idea inicial de partida hacia la síntesis de un «genoma artificial», mediante el ensamblado lineal de los genes que se considerasen indispensables.

Una forma de abordar el conocimiento del genoma mínimo consistió en el análisis genómico comparativo, para lo que hubo que esperar a tener toda la información de varios genomas de bacterias y estudiar los genes comunes y no comunes. La idea se polarizó hacia los micoplasmas [5] por constituir el grupo de microorganismos más sencillos que se conocen. Se trata de un grupo muy diverso de bacterias, que carecen de pared celular y que, debido a su sencillez estructural y deficiencias funcionales en el medio natural en que viven, aprovechan los sistemas celulares de los organismos huésped y utilizan la maquinaria bioquímica de las células a las que invaden para producir su propia fuente de energía. Estos microorganismos se pueden cultivar en medios in vitro, aunque muestran una extrema dependencia del ambiente requiriendo la adición de diversos nutrientes, proteínas animales, suero sanguíneo, esterol y extractos complejos para su crecimiento. De por sí ya resultaba atractiva la idea de conocer qué genes son necesarios en las diferentes condiciones de cultivo en comparación con los indispensables en el tracto urogenital del huésped humano al que parasitizan.

En 1995 Fraser [6] y sus colaboradores de la universidad de North Carolina, habían culminado al estudio completo de las secuencias de ADN del genoma de Mycoplasma genitalium, que posee un tamaño algo superior a 580.000 pares de bases (pb) nucleotídicas y una capacidad de codificación de unas 485 proteínas. Un año más tarde se había publicado el genoma completo de su pariente más próximo, Mycoplasma pneumoniae [7], que tiene un genoma sustancialmente mayor, de 816.394 pb y con posterioridad se han publicado más de 200 genomas de especies bacterianas, con lo que hoy en día existe una gran cantidad de información para abordar un análisis comparativo de todos estos genomas y deducir qué genes son comunes a todas ellas, cuáles pueden considerarse obligados y cuáles son dispensables.

El camino a seguir para satisfacer la curiosidad sobre el «genoma mínimo» consistiría en investigar todos los genes de todas estas especies y hacer un repertorio de los que cumplen funciones vitales y están presentes en todas ellas. A pesar de la aparente sencillez del método, el abordaje no es tan simple por una serie de circunstancias, pero especialmente por el elevado número de genes que diferencian unas especies de otras, y por la relatividad de su necesidad en dependencia de los diferentes ambientes en que viven.

El grupo de investigación del Instituto Craig Venter, centró su trabajo exclusivamente en el genoma de M. genitalium, y llegó a la conclusión de que esta especie es en sí misma un subproducto derivado de M. pneumoniae [8], que tiene más de 200 genes extra que son dispensables en la primera. Lo que se pone en evidencia con este tipo de análisis es las posibilidades que ofrecen este tipo de análisis para llegar a conocer la historia evolutiva de las especies y en particular para el estudio del papel funcional individual e integral de los genes.

La síntesis del primer «genoma artificial»

En la misma dirección, y rayando en lo que podríamos considerar ciencia-ficción, Hamilton Smith [9], Premio Nobel de Medicina en 1978 y Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica junto a Collins y Venter en el 2001, y sus colaboradores del instituto Craig Venter, se planteó la síntesis artificial de un genoma que contuviera el genoma mínimo, mediante el aislamiento previo y ensamblado artificial del repertorio de los genes que se considerasen esenciales para la vida, que se insertarían como piezas dentro de una célula. Lógicamente el modelo que se eligió fue el del genoma bacteriano más sencillo conocido, y este sería el de M. genitalium.

Un paso importante en esta dirección lo supone la publicación el 24 de enero de 2008 de la culminación de la síntesis química completa, el ensamblado y la clonación de un genoma idéntico al de Mycoplasma genitalium [10], sintetizado artificialmente. Se trata de otro alarde tecnológico del mundo de la Genética Molecular, por lo que supone no ya la síntesis de las secuencias de los cientos de genes, sino de su unión longitudinal hasta constituir una réplica sintetizada del genoma de una bacteria, para lo cual se hizo necesario ir uniendo secuencias de varios genes para constituir fragmentos del genoma, que a su vez se unían entre sí para constituir regiones mayores, y así hasta completar el ensamblado de todo el genoma. Para conseguir esto hubo de ensayar vectores de clonación (algo así como transportadores de fragmentos de ADN con capacidad de replicación) en sistemas biológicos de capacidad creciente de almacenamiento.

En concreto, estos investigadores partían de pequeñas piezas de ADN sintetizadas, de un tamaño de unos 5.000 a 7.000 pb, que se iban uniendo mediante técnicas de recombinación in vitro para constituir fragmentos más largos, de 24.000, 72.000 y 144.000 pb (1/4 del genoma total), que una vez empalmadas eran introducidas en unos vectores llamados BACs (Bacterial Artificial Chromosomes) para su clonación en la bacteria Escherichia coli. Estos vectores son muy conocidos en el campo de la genómica y habían sido desarrollados para mantener los largos fragmentos del genoma humano. Sin embargo, su límite de capacidad de transporte de fragmentos de ADN es inferior a la longitud del tamaño total del genoma de Mycoplasma genitalium, por lo que en su trabajo los investigadores del Instituto Venter hubieron de recurrir al traslado de las cuatro cuartas partes del genoma mantenidas en E. coli, a un segundo tipo de vectores y microorganismos de mayor capacidad. De este modo, procedieron al ensamblado de las cuatro partes mediante la transformación asociada a la recombinación de levaduras de la especie Saccharomyces cerevisiae, utilizando como vehículo un tipo de vectores de mayor capacidad, los YACs (Yeast Artificial Chromosomes). De entre los diversos intentos al menos uno dio lugar a un genoma sintético que alineaba de forma correcta las cuatro piezas procedentes de los BACs.

El gran desafío, el alarde tecnológico de esta investigación, consiste en el logro de la síntesis artificial, o más apropiadamente la resíntesis de un genoma previamente existente en la naturaleza. Pero es importante destacar que no se trata de nada parecido al diseño de un genoma, ó a la síntesis de una forma de vida, sino a la recreación de algo que ya existe y cuyo conocimiento detallado, consecuencia de los proyectos genoma, nos ha permitido sintetizar una copia. Los propios investigadores que la han creado señalan como paso a seguir a continuación, la demostración de que este genoma es capaz de funcionar, en sustitución de un genoma natural. Esto supondrá varios años, con suerte varios meses de nuevos experimentos.

Sintetizar un genoma no significa «crear vida»

La cuestión importante que surge a continuación se refiere lógicamente a la finalidad de estas investigaciones. En realidad, lejos de crear un ser vivo en el laboratorio, una especie de Frankenstein a escala microbiana, lo que había animado al grupo de Venter era estudiar las necesidades mínimas de información genética que debe poseer el ser vivo más sencillo, y en su caso utilizar los microorganismos que se obtuviesen tras su incorporación mediante la sustitución del genoma natural por el sintético, para aplicaciones biotecnológicas.

En sus investigaciones, señalan los autores, que de los 485 genes codificantes de proteínas que posee la bacteria Mycoplasma genitalium, hay al menos 100 que de forma individual no parecen indispensables en las condiciones de cultivo de laboratorio, aunque queda por saber cuáles y cuántos de éstos genes serían simultáneamente dispensables. Una vez lograda la síntesis del genoma artificial, la vertiente a seguir es intentar la síntesis de nuevos genomas, mediante la eliminación alternativa de algunos genes, o su sustitución por otros que confirieran a las bacterias recreadas propiedades de interés para su explotación comercial o industrial.

Hoy es prematuro predecir en que acabarán todas estas investigaciones, ni si servirán para desenmarañar los secretos de la evolución microbiana, el control del metabolismo de los microorganismos o su explotación en diferentes direcciones. Lo que sí podemos señalar es que la producción de un genoma mínimo sintético permite pensar en el diseño de genomas que contuviesen un repertorio de genes necesarios para la vida con autonomía suficiente para su supervivencia y reproducción en ambientes artificiales y bajo condiciones muy controladas. De ellas se puede esperar la obtención de productos útiles para el hombre, sustancias químicas o fármacos de interés terapéutico como la insulina, los factores de coagulación de la sangre, vacunas, anticuerpos monoclonales, etc. Se podrían diseñar organismos dotados de un genoma mínimo para reducir el consumo de energía o producir menor cantidad de residuos contaminantes que las bacterias naturales de uso industrial, eliminar los que dificultasen la obtención de un producto génico deseado, realizar tareas específicas, como la degradación de toxinas ambientales, producir biocombustibles, etc.

A pesar del gran logro conseguido es absurdo señalar, como se ha llegado a decir, que el paso dado con las investigaciones del Instituto J. Craig Venter, demuestra que se puede «crear vida» en el laboratorio. Lo cierto es que hasta ahora, lo único que se ha hecho es producir un genoma sintético de imitación. La resíntesis de un genoma bacteriano está muy lejos de la creación de un organismo vivo y desde luego es impensable a una escala superior al de la bacteria. Pensemos que el genoma humano es como mínimo 6.000 veces más grande y contiene cerca de 60 veces más genes que el genoma sintético producido a imitación del micoplasma, y que el nivel de simplicidad de éste no tiene nada que ver con la compleja estructura de los cromosomas humanos, donde aparte del ADN se ensamblan cientos de proteínas de las que depende su organización y el funcionamiento de los genes (por encima de 25.000).

La historia se repite, y este mismo tipo de pretensiones ya surgió hace unos treinta años cuando a mediados de los setenta los investigadores desarrollaron la tecnología del ADN recombinante, consistente en ensamblar de forma dirigida genes procedentes de diferentes cepas de bacterias. En aquel entonces, el escenario fue la Universidad de Stanford, y el equipo impulsor estaba dirigido por el investigador americano Paul Berg, Premio Nobel de Química en 1980. Aquellas investigaciones, como las actuales, promovieron una especial polémica porque se suponía que los investigadores se lanzaban a la aventura de «jugar a dios» y por los riesgos biológicos potenciales que podían plantear los microorganismos recombinantes.

Es importante recordar que, ante la incertidumbre que planteaban las derivaciones de aquellas investigaciones, se estableció una moratoria a la espera de un control adecuado de los riesgos potenciales. En realidad, son pocos los ejemplos en la historia de la ciencia en que los científicos implicados, ante una eventual respuesta inesperada ó contraproducente de sus investigaciones, decidieran unánimemente detener sus experimentos. Sin embargo, tan insólito hecho se dio entonces, en las raíces de la tecnología de la «ingeniería genética» conducente a la obtención de los organismos modificados genéticamente, comúnmente denominados «transgénicos». En febrero de 1975 se reunieron más de cien biólogos moleculares en el centro de conferencias de la ciudad californiana de Asilomar, la mayoría americanos y el resto pertenecientes a otros 16 países. Entre ellos se encontraba Paul Berg y muchos otros importantes investigadores. En aquella reunión se decidió el establecimiento de una serie de pautas de precaución, a las que se obligaban todos los científicos que habían iniciado experimentos de ADN recombinante. Se estudiaron los diferentes tipos de ensayos en marcha y se les asignó un nivel del riesgo: mínimo, bajo, moderado o alto. Para cada nivel de riesgo se estableció un compromiso menor o mayor de contención de los experimentos, de tal modo que se evitase la posibilidad de que los vectores portadores del ADN recombinante, se pudiesen escapar de los organismos bajo experimentación a otros de su entorno ambiental, donde podrían potencialmente llegar incluso a dañar a los seres humanos o crear problemas en los ecosistemas. Esta moratoria fue respetada y cumplida rigurosamente durante años, hasta que aparecieron nuevos procedimientos de obtención de ADN recombinante y vectores más seguros y mejor controlados.

En aquél momento, se cuestionó si sería ético transferir genes entre organismos que no son de la misma especie y alterar de este modo el contenido genético resultante del proceso de la evolución por selección natural. En el momento presente en que se ha llegado a recrear un genoma semejante al de una bacteria se repite la misma pregunta ¿no es esto jugar a dios? Sin embargo, plantearse así las cosas es exagerado e improcedente. Por mucho que modifiquemos o reinventemos genéticamente un genoma ¿qué representan estos pequeños pasos de la ciencia respecto a la inmensa e inabarcable obra de la creación? A lo más que podemos aspirar es a descubrir e imitar algún fenómeno natural como consecuencia de la contemplación de la naturaleza y esto no significa crear algo nuevo, ni suplantar a Dios, ni ascender en no se sabe que pretenciosa escala hasta considerarnos a su nivel.

A raíz de estas investigaciones se tiende a dar rienda suelta a la imaginación y es especialmente frecuente escuchar comentarios que ensalzan el poder ilimitado del hombre y rebajan la mano de Dios a la inexistencia. Sin embargo, debemos situar los avances en su justo término y no sobredimensionar el valor de los «pequeños pasos para el hombre, aunque sean grandes pasos para la humanidad». Francis Collins, coparticipe del logro del conocimiento del Genoma Humano confiesa su agnosticismo hasta los 27 años en su reciente libro Cómo habla Dios [11] y señala cómo el descubrimiento del genoma humano le ha llevado a vislumbrar el trabajo de Dios en la naturaleza. Afirma Collins que «cada paso adelante en el avance científico, es un momento de especial alegría intelectual, pero también un momento donde siente la cercanía del Creador, en el sentido de estar percibiendo algo que ningún humano sabía antes, pero que Dios sí conocía desde siempre», todo lo cual le lleva a concluir que hay bases racionales para un Creador y que los descubrimientos científicos, lejos de alejarlo, llevan al hombre más cerca de Dios.

Todo el acopio de conocimientos sobre los fenómenos naturales, unido a la impresionante escalada en la capacidad tecnológica para modificar genes o ensamblar genomas, nos eleva como mucho a la categoría de buenos imitadores de la naturaleza, pero esto no es una novedad. El descubrir e incluso imitar a la naturaleza es lo que viene haciendo el hombre desde que se despertó en nuestra especie la portentosa y singular cualidad de pensar y dominar el mundo que le rodea. Y, lejos de jugar a Dios, lo que en el contexto de la tradición judeo-cristiana estamos haciendo es cumplir con los designios que Dios asignó al hombre desde un principio, un plan perfectamente trazado en el Génesis [12] «Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y domine en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea en la tierra».

Por tanto, de vuelta al terreno humano, lo que es cierto es que se trata de unas investigaciones difíciles y arriesgadas que pueden dar lugar a diversas aplicaciones de interés, cuyas implicaciones de carácter social, comerciales, éticas y legales deben ser analizadas. Esto quiere decir que la producción de genomas sintéticos de diseño nos debe situar ante un importante debate ético, ya que, al margen de otras consideraciones y de los potenciales beneficios, no siempre se pueden predecir las consecuencias o las desviaciones posteriores derivadas de la utilización de las presumibles bacterias que llegaran a producirse. La experiencia de las últimas décadas demuestra que, incluso pequeñas alteraciones genéticas en organismos sencillos, pueden derivar hacia consecuencias imprevistas. Aunque los organismos producidos mediante la síntesis de genomas mínimos no tienen necesariamente por qué plantear más riesgos que los organismos modificados genéticamente por técnicas de ingeniería genética convencional, esta tecnología podría acelerar el paso hacia la obtención de organismos cada vez más complejos que podrían obligarnos a hacer frente a riesgos impredecibles, o incluso en la utilización con fines tan negativos como los que se refieren a la «guerra bacteriológica». Pero esto tampoco es la primera vez que ocurre en la historia de la Ciencia y la Tecnología.

Precisamente por esto, estas investigaciones nos sitúan ante un nuevo reto al que ha de hacer frente la sociedad. Como en casos anteriores es de esperar una regulación jurídica que establezca el marco en el que los expertos en bioética juzguen lícito trabajar en este campo en beneficio de la sociedad. Es lógico pensar que para evitar situaciones de riesgo, la sociedad debe conocer la trascendencia de estas investigaciones y, en su caso, establecer normas de obligado cumplimiento, basadas en la seguridad de las nuevas tecnologías, que deberían ser los científicos los primeros en identificar y señalar.


[1] R.C. Lewontin, The Doctrine of DNA. The Biology as ideology, Penguin Books, London 1993.[2] F. Collins, M. Morgan, A. Patrinos, «The Human Genome Project: Lessons from Large-Scale Biology», en Science 300 (2003), pp. 286-290.[3] F. Collins, E. Green, A Guttmacher, M. Guyer, «A Vision for the Future of Genomics Research. A blueprint for the genomic era», en Nature 422 (2003), pp. 835-847.[4] M.K. Cho, D. Magnus, A.L. Caplan, D. McGee, «Ethical Considerations in Synthesizing a Minimal Genome». en Science, 286 (1999), pp. 2087-2090.[5] C.A. Hutchison III, S.N. Peterson, J.C.,Venter, y col., «Global Transposon Mutagenesis and a Minimal Mycoplasma Genome», en Science 286 (1999), pp. 2165-2169.[6] Fraser, y col., «The minimal gene complement of the Mycoplasma genitalium», en Science, 27 (1995), pp. 397-403.[7] R. Himmelreich, H. Hilbert, H. Plagens, y col., «Complete sequence analysis of the genome of the bacterium Mycoplasma pneumoniae», en Nucleic Acids Research (1996), pp. 4420-4449.[8] R. Himmelreich, H. Hilbert, H. Plagens, y col., «Complete sequence analysis of the genome of the bacterium Mycoplasma pneumoniae», en Nucleic Acids Research (1996), pp. 4420-4449.[9] C.A. Hutchison III, S.N. Peterson, J.C.,Venter, y col., «Global Transposon Mutagenesis and a Minimal Mycoplasma Genome», en Science 286 (1999), pp. 2165-2169.[10] D. A. Gibson, G.A. Benders, H.O. Smith, C.A. Hutchison III, J.C.,Venter, H. O. Smith y col., «Complete chemical synthesis, assembly, and cloning of Mycoplasma genitalium genome», en Scienexpress / www.sciencexpress.org / 24 january 2008, 10.1126/science.1151721[11] F. Collins, «¿Cómo habla Dios?. La evidencia científica de la fe». Editorial Temas de Hoy, Madrid 2008.[12] Gn 1,26.