Wednesday, March 28, 2007

POLITICA Y VIDA HUMANA

XIII Asamblea General

Programa de la Reunión Preparatoria del 29-30 de Septiembre, 2006

Casa Bonus Pastor

Ciudad del Vaticano

Deberes Políticos, Conciencia Moral, y Vida Humana

Robert P. George

McCormick Profesor de Jurisprudencia

Universidad de Princeton

La Iglesia Católica afirma el principio de que cada ser humano – sin distinción de raza, sexo, etnia y del mismo modo sin distinción de edad, estatura, fase de desarrollo o condición de dependencia – tiene derecho a la plena protección de la ley. La Iglesia enseña que toda criatura humana en todo estadio de su desarrollo – incluso el estadio embrional y fetal – y en todo tipo de condición – incluso los retardados mentales o los discapacitados físicos, y aquellos que sufren de graves formas de demencia u otras enfermedades de la memoria – posee los derechos fundamentales del hombre. Sobre todo, cada uno de nosotros posee el derecho a la vida.

Esta enseñanza es criticada por algunas personas. Están aquellos, incluso algunos católicos, que niegan que el embrión sea un ser humano. Ellos afirman que un embrión humano es simplemente una “potencial” vida humana y no una vida en sus orígenes. El problema con esta posición no es tanto teológico cuanto científico. Choca contra la realidad probada de la embriología humana y de la biología del desarrollo. Un embrión humano no es algo distinto del ser humano – como una piedra, una papa o un caimán. El embrión humano es un hombre en un estadio primario de su desarrollo. Un embrión, aún antes de ser implantado, es ya a todos los efectos, parte viviente de la especie Homo sapiens. La criatura humana, en el estado de embrión tiene necesidad de aquello que todo ser humano en cada estadio de desarrollo tiene necesidad para su supervivencia, o sea, una adecuada nutrición y un ambiente suficientemente hospitalario para el mantenimiento de la vida.

Desde el inicio, todo hombre posee – realmente y no solo potencialmente – la constitución genética y el primordium epigenético para un desarrollo autónomo que partiendo del estado embrional, a través del fetal, del infante, el niño y el adolescente, llega al adulto manteniendo intacta su unidad, determinación e identidad. Respecto a lo dicho, el embrión es bien distinto de los gametos – es decir el esperma y el óvulo – cuya unión da inicio a una nueva creatura humana. Tú y yo no hemos nunca sido un óvulo o un esperma; aquellas eran partes genéticas y funcionales de otras criaturas humanas. Cada uno de nosotros ha sido, sin embargo, un embrión, así como cada uno de nosotros ha sido un adolescente, y aún antes un niño, un infante, un feto. Obviamente en estos últimos tres estadios éramos criaturas particularmente vulnerables y dependientes, pero éramos de todos modos seres humanos completos y distintos. Como los principales test de embriología humana y biología del desarrollo afirman al unísono, nosotros no éramos unos simples “bloques de células”, como en los tumores. Por lo tanto los derechos principales que las personas poseen simplemente en virtud de su humanidad – en particular el derecho a la vida – lo poseíamos también entonces.

Otra escuela de pensamiento reconoce al embrión como un ser humano; pero niega que todos los seres humanos sean personas. Según este pensamiento hay seres humanos pre-persona y post-persona, como por ejemplo los retardados graves o criaturas humanas particularmente dañadas que no son, no serán y non han sido jamás personas. Los sostenedores de esta visión continúan afirmando que los seres humanos en su estadio embrional y fetal no son todavía personas. En modo lógicamente frío y racional ellos afirman que los niños no son personas humanas, por lo tanto no poseen ningún derecho a vivir; de aquí la voluntad de Meter Singer, Michael Tooley y otros de alentar el infanticidio así como el aborto. El estado de persona es negado también a aquellos que están en estado de coma permanente, con graves retardos mentales o formas de demencia. A pesar de que algunos sostenedores de esta línea de pensamiento concedan que algunos individuos humanos, considerados de todos modos como “todavía no personas”, merezcan un cierto respeto en virtud del puro hecho biológico de ser parte viviente de la especie humana, insisten en el hecho de que los hombres “pre-persona” no poseen un derecho a la vida que los excluya del ser matados para el bien de otros o para hacer progresar los intereses de la mayoría de la sociedad. Solo aquellas criaturas humanas que han obtenido y mantienen aquellos que son considerados como atributos definitivos de la personalidad – siempre si estos son perceptibles funciones cerebrales, conciencia de sí o una ejercitable capacidad inmediata de las características funciones humanas mentales – poseen un derecho a vivir.

El problema con esta posición es que se burla de nuestro empeño político, filosófico y para muchos de nosotros teológico contra el principio de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y valor. Crea una serie de enigmas simplemente insolubles, por ejemplo, por qué esta o aquella cualidad que la mayor parte de los hombres adquiere en el curso de su normal desarrollo y otros no, que algunos mantienen y otros no, y que algunos tienen en mayor cantidad que otros, deba contar como criterio de personalidad. Seguramente, la posición oficial, es que los seres humanos poseen una dignidad igual e intrínseca y eso constituye la base moral de la igualdad del derecho a la vida para todos. Este derecho pertenece a toda criatura humana simplemente en virtud de su humanidad. No depende de la edad, estatura o fase de desarrollo del individuo; y no puede ser eliminado por una enfermedad física, mental o condición de dependencia. Es aquello que vuelve el valor de la vida de un niño gravemente retardado, igual al de un científico ganador del Premio Nóbel. Ello explica porque no podemos extraer legalmente órganos trasplantables de este niño para salvar la vida de un brillante medico afligido por una enfermedad mortal del corazón, el hígado o los pulmones.

En cualquier caso la enseñanza definitiva de la Iglesia es que todos los seres humanos poseen iguales derechos fundamentales, incluso el derecho a la vida. Es sobre esta base que la Iglesia proclama que tomar una vida humana mediante el aborto, el infanticidio, la investigación destructiva del embrión, la eutanasia o el terrorismo está siempre y de todos modos gravemente errado.

Hay más. La Iglesia enseña también la obligación grave de los legisladores y de los otros funcionarios públicos, como servidores del bien común, de honrar y proteger los derechos de todos. Como cuestión de pura justicia, el principio de igualdad necesita que la protección contra formas de violencia mortal deba ser extendida desde la comunidad política hacia todos aquellos que están en el interior de su jurisdicción. Aquellos a los cuales ha sido confiada la salvaguarda de la comunidad – y sobre todo aquellos que participan en el promulgar las leyes de la comunidad – tienen la responsabilidad principal de asegurar que el derecho a la vida sea representado por la ley y efectivamente protegido en la práctica. El deber de un oficial público no es el de “ejecutar la enseñanza de la Iglesia Católica”, sino que es en todo caso, el de satisfacer la búsqueda de justicia y del bien común a la luz del principio de la dignidad innata e igual de toda persona de la familia humana.

Hoy en día muchos políticos católicos, incluso los líderes democráticos de ambas cámaras del congreso de los Estados Unidos, el gobernador republicano de New York y el precedente gobernador Republicano de la Pensylvania, son sólidos sostenedores de aquello que llaman “el derecho de la mujer a abortar”. La mayor parte de estos políticos apoyan también la creación y los fondos gubernativos para una industria que produciría decena de miles de embriones humanos gracias a la técnica de la clonación para usar en investigaciones biomédicas en medio de las cuales estos seres humanos en el estado embrional serían destruidos.

En los Estados Unidos y en otras naciones los políticos católicos que apoyan el aborto y las investigaciones destructivas del embrión proclaman estar “personalmente contra” estas prácticas, pero respetuosos de los derechos de aquellos que no están de acuerdo con obrar sobre la base de su juicio de conciencia y no quieren tener interferencias legales. En el 1984, el precedente gobernador del estado de New York, Mario Cuomo, ha tratado y defendido este punto de vista en un famoso discurso en la universidad de Notre Dame. Cuomo volvió sobre el tema en Washington durante un Forum sobre la Política y la Fe en América. Su argumentación, si fuera aceptada con éxito, no sólo justificaría a los políticos católicos a apoyar el aborto y las investigaciones destructivas de los embriones, sino que les requeriría respetar el derecho de las personas a tomar parte en estas prácticas aunque ellas sean generalmente señaladas como errores morales.

Cuomo declaró que los que detentan un oficio público – incluso los católicos – tienen la responsabilidad de “crear condiciones bajo las cuales todos los ciudadanos son razonablemente libres de obrar siguiendo su credo religioso, aún si están en conflicto con los dogmas de la Iglesia Católica Romana referentes al divorcio, el control de los nacimientos, el aborto, la investigación de las estaminales, y también la existencia de Dios”. Siempre según Cuomo, los católicos deberían, apoyar la liberalización del aborto y la investigación destructiva del embrión, porque garantizando estos derechos a otros, garantizan el propio derecho a “rechazar el aborto y a participar o contribuir a eliminar células estaminales de los embriones”. La idea de Cuomo de que el derecho a “rechazo” del aborto y de experimentos destructivos del embrión implique un derecho de otros, sobre la base de la libertad religiosa, a tomar parte en este tipo de prácticas es simplemente falaz. El error lógico viene inmediatamente a la luz considerando si el derecho de un católico (o bautista, judío, o fiel de otro credo) a rechazar el infanticidio, la esclavitud y la explotación del trabajo implica el derecho de otros que no comparten las mismas convicciones religiosas con relación al homicidio, la esclavitud o la explotación.

Con la artimaña de clasificar las convicciones pro-vida acerca del aborto y los experimentos destructivos del embrión como “dogmas católico romanos”, Cuomo audazmente introduce en las premisas de su argumentación la conclusión discutida que está tratando de probar. Si los principios pro-vida fueran solamente unas simples enseñanzas dogmáticas – como la enseñanza de que Jesús de Nazareth es el Unigénito Hijo de Dios – entonces de acuerdo con la Iglesia misma (para no hablar de la constitución americana y de la de muchas otras repúblicas) no podrían ser legítimamente ejecutadas por el poder coercitivo del Estado. El problema de Cuomo es que los principios pro-vida no son unos “dogmas”, y no son ni siquiera entendidos así por la Iglesia Católica, en los cuales principios Cuomo declara creer, ni por los movimientos pro-vida, sean ellos católicos, protestantes, judíos, musulmanes, hindúes, budistas, agnósticos o ateos. Al contrario, estas personas entienden estos principios y los proponen a sus conciudadanos como normas fundamentales de justicia y de derecho humanitario que pueden ser entendidas y afirmadas no obstante las diversas declaraciones de revelación y autoridades religiosas.

No es que queramos sugerir, como pareciera hacer Cuomo, que el simple hecho de que la Iglesia Católica (o cualquier otra autoridad religiosa) tenga una enseñanza contra estas prácticas, a pesar de que muchas personas a veces rechacen estas enseñanzas, quiera decir que la ley prohibiendo la matanza de vidas humanas en el estadio embrional y fetal, viola el derecho de libertad de religión de aquellos que no aceptan esta enseñanza. Si esta enseñanza no fuera otra cosa que algo falaz, la ley contra el infanticidio, la tenencia de esclavos, la explotación de los trabajadores y muchas otras graves formas de injusticia serían verdaderamente violaciones de la libertad de religión. Seguramente Cuomo no querría avalar esta conclusión.

Sin embargo no sugiere ningún método de distinción entre aquellos actos y prácticas que él supone caer bajo la categoría de la libertad religiosa, y aquellos que están fuera de ella. Por lo tanto deberíamos preguntarnos: si el aborto es inmune de restricciones legales sobre la base de un problema de credo religioso, ¿cómo es posible que no lo sea también la esclavitud? Si hoy el aborto no puede ser prohibido sin violar el derecho de libertad religiosa de personas cuya religión no objeta el aborto, ¿cómo puede Cuomo decir que la prohibición de esclavitud confirmada por la decimotercera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos no hubiera violado, en el 1866, el derecho de libertad religiosa de aquellos cuya religión entonces no condenaba la esclavitud? Cuomo afirma que la Iglesia Católica “interpreta nuestra moralidad pública como dependiente de una visión consensual de aquello que es justo y errado, pero sería escandaloso discutir sobre el hecho de que los católicos deberían haberse opuesto al emendamento constitucional que abolía la esclavitud en el decimonoveno siglo o a la legislación que protegía los derechos civiles de los opresores descendientes de los esclavos en la mitad del vigésimo siglo, basándose en el hecho de que “prudencia” y “realismo” exigen respeto por el “pluralismo moral” allí donde no hay “consenso” acerca de problemas de justo y errado.

En un cierto punto del Forum sobre la Política y la Fe, Cuomo ha sugerido que las leyes contra el aborto y la investigación destructiva del embrión obligarían a las personas que no tienen objeciones contra estas prácticas, a seguir la religión de aquellos que en cambio se oponen. Esto es otro error lógico. Ninguno puede imaginar que la prohibición constitucional acerca de la esclavitud obligó a aquellos que creían en esta forma de opresión, a practicar la religión de aquellos que no lo creían. ¿Cuomo querría quizás hacernos pensar que las leyes que protegen a los trabajadores contra aquello que él considera, en línea con las solemnes enseñanzas de los Papas desde León XIII a Benedicto XVI, explotación y abuso tienen el efecto de empujar industriales no-católicos contra el catolicismo?

En otro momento, negando la existencia de una incongruencia entre su disponibilidad como gobernador para obrar contra la pena de muerte pero no contra el aborto, Cuomo negó haber jamás hablado de la pena de muerte como “problema moral”. El declaró en efecto que: “raramente habla en términos de problemas moral” y que cuando habla de pena de muerte, no sugiere nunca considerarla de este modo. Pero, justo en la frase sucesiva, de la manera más brillante posible, condena la pena de muerte usando términos explícitamente morales: “Estoy contra la pena de muerte porque es errada e injusta. Es degradante. Es degenerada. Mata a personas inocentes”. No se ha ni siquiera detenido a pensar que estas son precisamente las mismas declaraciones reivindicadas por los movimientos pro-vida contra las políticas de legalización del aborto y relativos fondos públicos – una política que Cuomo defiende en nombre de la libertad de religión.

El hecho es que los católicos y todas las otras personas que se oponen al aborto y a las investigaciones destructivas del embrión lo hacen por la misma razón por la cual nosotros nos oponemos al infanticidio. Los movimientos pro-vida de toda fe se oponen a estas prácticas porque ellas conciernen el homicidio deliberado de inocentes criaturas humanas. La base de la cual partimos para el sostenimiento de la prohibición legal del aborto y de la investigación destructiva del embrión es la misma que la prohibición legal del infanticidio, por ejemplo, o que la objeción de conciencia para los no combatientes aún en caso de guerras justificadas. Nosotros suscribimos la propuesta de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y valor y non les puede ser negado el derecho de protección contra el homicidio, cualquiera sea su edad, estatura, fase de desarrollo o condición de dependencia.

Una persona con una integridad moral no puede “personalmente oponerse” al aborto y a la investigación destructiva del embrión y al mismo tiempo apoyar su existencia legal y los fondos públicos a ellos destinados, como hacen muchos políticos católicos en los Estados Unidos, incluso la mayor parte de los Democráticos Católicos y algunos Católicos Republicanos. Puesto que apoyando el aborto y este tipo de investigaciones, ellos inevitablemente se implican a sí mismos en la grave injusticia de estas prácticas.

Obviamente, es posible para una persona que ejercita un poder público usar aquel poder para establecer o preservar el derecho legal del aborto, y al mismo tiempo esperar que ninguno lo ejercite. Esto sin embargo no pone a la persona fuera del problema moral. Quien obra para proteger la legalización del aborto automáticamente quisiera verles negadas a las víctimas nunca nacidas de este acto, las protecciones legales elementales contra el homicidio deliberado que una persona cualquiera quisiera para sí misma y para aquellos que considera dignos de ser protegidos por la ley. De este modo se viola la regla de oro, el precepto base más importante de la normativa social y política. Se divide a la humanidad en dos clases: aquella que se está dispuesta a admitir en la comunidad de los protegidos, y aquella que se quiere excluir de este círculo. Exponiendo algunos miembros de esta clase más desfavorecida a la violencia letal, una persona se implica profundamente a sí misma en la injusticia de su homicidio – esto aún si la misma persona espera sinceramente que ni siquiera una mujer aproveche la elección del aborto. La bondad de una esperanza no redime el mal – la grave injusticia – de un acto voluntario. Pensarlo de otro modo sería errado. Si mi análisis hasta ahora es correcto, nace espontánea la pregunta: ¿qué cosa tendrían que hacer los responsables de la Iglesia con personas como Cuomo y su sucesor a gobernador del estado de New York, el republicano George Pataki que evidentemente mantiene la misma posición? ¿Qué cosa deberían hacer con aquellos que se declaran en plena comunión con la Iglesia y al mismo tiempo promueven políticas gravemente injustas y escandalosas que exponen a los no nacidos a la violencia e injusticia del aborto?

En la carrera a las últimas elecciones, el arzobispo Raymond de St. Louis ofreció una respuesta. Declaró que un funcionario público que hubiese apoyado el aborto o cualquier otro ataque injusto contra vidas humanas inocentes no habría podido acercarse a la Santa Comunión, el sacramento preeminente de la unidad.

Los movimientos pro-vida de toda convicción religiosa aplaudieron la posición del arzobispo. Los críticos, de todos modos, fueron veloces en condenarlo. Lo denunciaron por “haber traspasado la línea divisoria” entre la Iglesia y el Estado.

Todo esto no tiene sentido. Con la autoridad conferida a él como obispo, disciplinando a los miembros de su rebaño que han cometido aquello que la Iglesia enseña que es una injusticia contra vidas humanas inocentes, el arzobispo Burke está ejercitando un derecho suyo constitucional de libre ejercicio de la religión; no está quitando a otros este derecho. La libertad es una calle a dos manos. Ninguno está obligado por la ley a aceptar la autoridad eclesiástica. Pero el arzobispo Burke – así como otras personas en los Estados Unidos de América o en otras naciones respetuosas de la libertad – tiene todo el derecho de ejercitar su autoridad espiritual sobre todos aquellos que la aceptan. Hay un nombre para aquellos que aceptan la autoridad de los obispos católicos. Se llaman “católicos”.

En muchos casos, es también hipócrita la acusación por la cual el arzobispo Burke y otros obispos que adoptan la política de excluir a los políticos pro-aborto de la comunión “estén pasando la línea que separa la Iglesia del Estado”. Un buen ejemplo de hipocresía viene del Bergen Record, un importante periódico de mi estado, New Jersey. John Smith, obispo de Trenton, no fue más allá del prohibir la comunión a lo políticos católicos pro-aborto. Su Excelencia, sin embargo, usando las palabras del Bergen Record “fustigó públicamente” al gobernador James McGreevey, un católico pro-aborto, por su apoyo al aborto y a las prácticas destructivas del embrión. Por haber criticado al gobernador sobre estos temas, el Record “azotó” al obispo en su editorial del 25 de Abril. El periódico lo acusó de poner en peligro el delicado equilibrio de nuestra estructura constitucional, poniendo en contraste la posición desfavorable del obispo Smith con la de John F. Kennedy, que aseguró a un grupo de ministros protestantes en Houston en 1960 que, como católico, no habría gobernado la nación apelando a sus creencias religiosas. Puesto que el Record había considerado conveniente llevarnos hasta 1960 como referencia, pensé pues, que invitaría a su editor a considerar un caso aparecido en escena solo pocos años antes. En una carta al periódico, propuse una pregunta que hubiera dado la posibilidad al lector de entender inmediatamente si los editores del Bergen Record eran personas de principios firmes o simplemente unos hipócritas.

Recordé a los lectores que en los años 50, bien en medio del conflicto político acerca de la segregación, el arzobispo Joseph Rummel de New Orleans informó públicamente a los católicos que dar el propio apoyo a la segregación racial era incompatible con las enseñanzas de la Iglesia acerca de la dignidad innata y la igualdad de los derechos de todos los seres humanos. El arzobispo Rummel afirmó que: “la segregación racial es moralmente errada y es pecado porque es una negación de la unidad y la solidaridad de la raza humana tal como fue concebida por Dios en la creación de Adán y Eva”. Advirtió a los funcionarios públicos católicos que el apoyo a la segregación racial habría puesto sus almas en peligro. En efecto, Rummel excomulgó públicamente a Leander Perez, uno de los más importantes jefes políticos de Louisiana, junto a otros dos que habían promovido proyectos de ley para impedir la di-segregación en las escuelas diocesanas. Así que pregunté al editor del Bergen Record: “¿El arzobispo Rummel estaba errando? ¿O quizás los obispos católicos “pasan la línea” y ponen en peligro el delicado equilibrio constitucional, sólo cuando su reproche contra los políticos contradice la visión de los editores del Record? Es para disculpa de ellos la publicación de mi carta – pero todavía estoy esperando una respuesta.

Algunas personas buenas y sinceras han expresado su preocupación sobre el hecho de que el arzobispo Burke y otros obispos de mentalidad semejante sean culpables de tener una doble cara cuando se habla de pedir a un político fidelidad a las enseñanzas católicas acerca de la justicia y el bien común. Subrayan que los obispos que negarían la comunión a aquellos que apoyan públicamente el aborto y la investigación destructiva del embrión, no toman la misma posición contra los políticos que apoyan la pena de muerte, condenada totalmente por Juan Pablo II fuera de algún caso raro, y la invasión de los Estados Unidos a Irak, muy criticada por el Papa y por muchos oficiales del Vaticano.

El Catecismo de la Iglesia Católica en efecto enseña que la pena de muerte no debería ser usada, sino en circunstancias hoy en día tan raras que son, parafraseando al último Papa, “prácticamente no existentes”. De todos modos, es necesario tener en cuenta dos puntos cuando consideramos la obligación de los católicos y la pregunta si los políticos católicos a favor de la pena de muerte han interrumpido su comunión con la Iglesia. Antes que nada ni el Papa ni el Catecismo ponen la pena de muerte al nivel del aborto u otras formas de homicidio de inocentes. (La Iglesia probablemente no igualará nunca la pena de muerte con estas formas de homicidio aún si debiera condenar de manera definitiva estas prácticas.) En segundo lugar, la enseñanza acerca de la pena de muerte es profundamente diversa de la del aborto. En la importante encíclica Evangelium Vitae, Juan Pablo II ha aclarado que la enseñanza acerca del aborto (así como de la eutanasia y de todas las otras formas de directo homicidio de inocentes) es propuesto de manera infalible por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia conforme a los criterios del punto 25 de la encíclica Lumen Gentium. No se puede decir la misma cosa para la enseñanza acerca de la pena de muerte. El Cardenal Avery Dulles y otros han interpretado esta enseñanza como un prudente juicio respecto a su conveniencia, no una aplicación moral consecuente con una aplicación de un preciso principio. Como a menudo sucede no estoy de acuerdo con el análisis de ellos, pero ninguno está en grado de decir con precisión, desde un punto de vista católico, de que parte del debate está la razón, al menos hasta que el Magisterio de la Iglesia clarifique esta enseñanza. Por lo tanto, no se puede decir que aquellos que están a favor de la pena de muerte “persisten de manera obstinada manifestando un gran pecado”, y deban ser excluidos de la Santa Comunión en conformidad con el Canon 915 del Código de Derecho Canónico. Ninguno de manera legítima puede declarar la oposición a la pena de muerte una enseñanza moral definida por la Iglesia. (Del mismo modo ninguno puede declarar que la Iglesia enseña o jamás enseñará que la pena de muerte – excepto en aquellos casos en los cuales es aplicada injustamente – implique la injusticia intrínsecamente grave que se encuentra en la matanza directa de un inocente.)

En lo que respecta a la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos, es importante entender los términos precisos de las enseñanzas católicas acerca de la guerra justa e injusta. Estos términos están explicados con claridad y precisión por el Catecismo. En línea con la enseñanza de la Iglesia desde hace siglos, ni el Papa Juan Pablo II ni el Papa Benedicto XVI han afirmado que la oposición a la guerra esté ligada a una conciencia católica. Las declaraciones del Juan Palo II acerca del rechazo a usar la fuerza durante la preparación de las dos invasiones ponía simplemente en cuestión el juicio prudente de los líderes políticos que, en última instancia, tienen el derecho y la responsabilidad (según el Catecismo y toda la tradición de la Iglesia acerca de la guerra y acerca de la paz) de juzgar si el uso de la fuerza es necesario. Esta es la razón por la cual ni el Papa ni los obispos han dicho, ni dirán jamás, que los soldados católicos no pueden participar en la guerra. Todo esto contrasta con la claridad de la enseñanza por la cual los católicos no pueden participar en el aborto u otras formas de matanza de embriones o apoyar el uso de dinero público para actividades que tienen que ver con el homicidio voluntario de inocentes criaturas humanas.

Quisiera cerrar con una palabra dirigida a todos aquellos que trabajan en política y en los medios – católicos y no católicos – que han expresado rabia, incluso indignación, por la enseñanza que obligaba a los fieles a no participar en homicidios injustificados apoyando la legalización del aborto y la investigación destructiva del embrión.

Por ejemplo, en el reprochando a los obispos, los editores del New York Times, han insistido en que la “separación entre Iglesia y Estado” presupone que ningún jefe religioso deba tener la presunción de decir a los oficiales públicos cual posición tomar en el campo de las políticas públicas. Si cambiamos el punto de vista del aborto al genocidio, a la esclavitud, a la explotación del trabajo o a la segregación racial podemos ver como esta visión no tiene sentido. Cuando en el 1950, el Arzobispo Rummel excomulgó a los políticos segregacionistas, los editores del New York Times se guardaron bien de condenarlo, por el contrario lo alabaron. Tenían razón entonces; han fallado ahora.